La Inquisición: una justicia aprobada por la opinión pública

Recordemos la cronología. El catarismo, dotado de una organización hacia 1160, alcanza su apogeo alrededor de 1200; la cruzada contra los albigenses empieza en 1209; Montségur cae en 1244. Desde 1213, Inocencio III afirmó la necesidad de perseguir la herejía no sobre rumores o prejuicios, sino procediendo a una investigación: en latín, inquisitio. En 1215, el concilio de Letrán confía esta labor a los obispos. En 1229 (en plena cruzada contra los albigenses), el concilio de Toulouse concreta el Derecho de Inquisición: nadie debe ser condenado por herejía por la justicia civil sin un juicio eclesiástico previo. Para la Iglesia, el principal objetivo sigue siendo la conversión de los descarriados. En 1231, Gregorio IX publica la constitución Excommunicamus, acta de fundación de la Inquisición. Se mantiene el papel de los obispos, pero la lucha contra la herejía se delega oficialmente en manos de los que tienen experiencia en ello: las órdenes mendicantes. Esencialmente los dominicos (su fundador, Domingo de Guzmán, había muerto hacía diez años) y los franciscanos. No solamente concierne al Mediodía: desde 1240, la Inquisición se extiende por toda Europa, salvo Inglaterra. La iconografía utilizada en todos los libros de historia exagera la leyenda negra de la Inquisición, lanzada por los enciclopedistas en el siglo XVIII. Los cuadros de Jean-Paul Laurens —pintor que tuvo su momento de gloria en los días de la III República— no muestran sino calabozos tenebrosos y víctimas jadeantes postradas a los pies de monjes sádicos. En 2001, una revista presenta el «Libro negro de la Inquisición», acompañado de este subtítulo: «Caza de brujas y cátaros. Retrato de un fanático: Torquemada. La tortura y la confesión». De las diecisiete ilustraciones del documento, siete representan una hoguera o una escena de tortura. Por un extraño razonamiento, el conjunto se cierra con una alusión a la acción del ejército francés durante la guerra de Argelia.[41]

Por ser totalmente contradictoria, por lo menos en materia religiosa, con el espíritu contemporáneo, la Inquisición no sólo es incomprensible hoy en día, sino que se presta a todas las interpretaciones. En realidad, la misma palabra recubre realidades extremadamente diversas, cuya duración se extiende a lo largo de seis siglos. No hubo una Inquisición sino tres, la Inquisición medieval, la Inquisición española y la Inquisición romana. Desde el punto de vista estrictamente histórico, confundirlas no tiene sentido.

Con jurisdicción independiente, paralela a la justicia civil, la Inquisición medieval es una institución de la Iglesia. Sus agentes no dependen más que del Papa: los obispos sólo deben facilitarles la labor. El procedimiento que deben emplear no ha sido definido por la constitución Excommunicamus. Se fijan reglas de forma empírica y con grandes disparidades según las regiones. Escogidos entre sacerdotes experimentados, los inquisidores deben tener una sólida formación teológica y poseer las disposiciones sicológicas adecuadas. Existen numerosos casos de inquisidores que fueron castigados o destituidos por haber incurrido en falta de responsabilidad. El ejemplo más conocido es el de Robert Le Bougre, que trabajaba en el norte de Francia: en 1233, este dominico pronunciaba sentencias tan severas que provocó el que tres obispos protestaran ante el Papa. Destituido, el culpable recobró sus poderes seis años más tarde, pero volvió a aplicar un método especialmente brutal; en 1241 fue destituido de sus funciones y condenado a prisión perpetua.

La misión del inquisidor es puntual. Llegado a una localidad que le ha sido designada, empieza por una predicación general, exponiendo la doctrina de la Iglesia antes de enumerar las propuestas heréticas. El inquisidor promulga después dos edictos. El primero, el edicto de fe, obliga a los fieles, bajo pena de excomunión, a denunciar a los herejes y sus cómplices. Es la ruptura material con las leyes de la Iglesia lo que se castiga: si el error no se expresa exteriormente, no hay materia de juicio. El segundo, el edicto de gracia, concede a los herejes un plazo de quince a treinta días para retractarse a fin de ser perdonados. Vencido el plazo, el presunto hereje es justiciable ante el tribunal inquisitorial.

Aquí es donde la realidad histórica deshace los clichés. La imagen de la Inquisición es tan negativa, que todo el mundo se imagina que constituye el reino de lo arbitrario. Es exactamente lo contrario: la Inquisición es una justicia metódica, formalista y amiga del papeleo, a menudo mucho más templada que la justicia civil. Detenido en prisión preventiva o dejándole libre, el acusado tiene el derecho de presentar testigos favorables, de recusar a sus jueces e incluso, en caso de apelación, de recusar al mismo inquisidor. En el transcurso de su juicio, disfruta de un defensor. El primer interrogatorio tiene lugar en presencia de hombres buenos, jurado local constituido por clérigos y laicos cuya opinión se escucha antes de promulgar la sentencia. Con el fin de evitar represalias, el nombre de los acusadores es secreto, pero el inquisidor debe comunicarlo a los asesores del juicio que deben controlar la veracidad de las acusaciones. Los acusados tienen el derecho de proporcionar previamente el nombre de los que tendrían un motivo para perjudicarles, lo que constituye un modo de recusar su denuncia. En caso de falso testimonio, la sanción equivale al castigo previsto para el acusado. Algunos inquisidores prefieren revelar la identidad de los acusadores y proceder a un careo.

Si el acusado mantiene sus negativas, sufre un interrogatorio completo cuyo fin es el de recibir su confesión. En 1235, el concilio regional de Narbona pide que la condenación sea decidida exclusivamente después de una confesión formal, o a la vista de pruebas irrefutables. Más vale, piensa la asamblea, soltar a un culpable que condenar a un inocente. Para obtener esta confesión, se puede utilizar la coacción: ya sea mediante la prolongación de la prisión (carcer durus), ya sea con la privación de alimentos, o bien, en último lugar, por la tortura. Durante mucho tiempo la Iglesia ha sido hostil a ello. En 886, el papa Nicolás I declaraba que este método «no era admitido ni por las leyes humanas ni por las leyes divinas, pues la confesión debe ser espontánea». En el siglo XII, el decreto de Graciano, una recopilación de derecho canónico, repite esta condena. Pero en el siglo XIII, el desarrollo del derecho romano provoca el restablecimiento de la tortura en la justicia civil. En 1252, Inocencio IV autoriza incluso su uso por los tribunales eclesiásticos, con condiciones muy concretas: la víctima no debe correr riesgo ni de mutilación ni de muerte; el obispo del lugar debe dar su consentimiento; y la confesión obtenida debe ser reiterada libremente para ser válida.

Al final del proceso, y después de consultar al jurado, se pronuncia la sentencia en medio de una asamblea pública llamada sermo generalis. Esta solemne ceremonia reúne al obispo, al clero, a las autoridades civiles, a los familiares y amigos del condenado. Después de celebrar misa, se pronuncia una homilía. Se libera a los que están absueltos y se anuncian las penas infligidas a los culpables. En historia, el mayor pecado es el anacronismo. Si se juzga la Inquisición con los criterios intelectuales y morales que tienen curso en el siglo XXI, y especialmente según la libertad de opinión, es evidente que este sistema es indignante. Pero en la Edad Media no indignaba a nadie. No hay que olvidar el punto de partida del asunto: la reprobación suscitada por los herejes, la indignación inspirada por sus prácticas y su alzamiento contra la Iglesia. Aunque nos pueda parecer sorprendente, los hombres del siglo XIII vivieron la Inquisición como una liberación. La fe medieval no es una creencia individual: la sociedad forma una comunidad orgánica en donde todo se piensa en términos colectivos. Renegar de la fe, traicionarla o alterarla constituyen faltas o crímenes cuyo culpable debe responder ante la sociedad. Conforme a la interdependencia de lo temporal y lo espiritual que caracteriza la época, la Inquisición representa, explica Régine Pernoud, «la reacción de defensa de una sociedad en la que la fe parece tan importante como en nuestros días lo es la salud física»[42]. A los ojos de los fieles, la Iglesia ejerce legítimamente su poder de jurisdicción sobre las almas. Para entenderlo, intentemos una analogía: en la Edad Media, la adhesión obtenida por la represión de la herejía se puede comparar al consenso político y moral que, en nuestros días, condena el nazismo.

A fin de cuentas, desde el punto de vista del método judicial, la Inquisición resultó ser un progreso. Allí donde la herejía provocaba reacciones incontroladas —revueltas populares o justicia expeditiva—, la institución eclesiástica introdujo un procedimiento basado en la investigación, en el control de la veracidad de los hechos, en la búsqueda de pruebas y confesiones, apoyándose en jueces que luchan contra las pasiones de la opinión. Se debe a la Inquisición la institución del jurado, gracias al cual la sentencia procede de la deliberación y no de la decisión arbitraria del juez.

¿La tortura? Todas las justicias de la época recurren a ella. Pero el Manual de inquisidores de Nicolás Eymerich la reserva para casos extremos y pone en duda su utilidad: «el tormento es engañoso e ineficaz». Henri-Charles Lea, un historiador americano del siglo XIX, muy hostil a la Inquisición, hace esta observación: «Es digno de señalar que, entre los fragmentos de procedimiento inquisitorial que han llegado hasta nosotros, las alusiones a la tortura son escasas»[43].

¿La hoguera? Emmanuel Le Roy Ladurie señala que la Inquisición la utiliza muy poco. Aquí otra vez el mito no resiste ante las pruebas. En primer lugar, las confesiones espontáneas o las condenas leves dan lugar a penas puramente religiosas: rezar oraciones, asistir a ciertos oficios, ayunar, efectuar donativos a las iglesias, ir de peregrinación a un santuario cercano o, en los casos graves, a Roma, a Santiago o a Jerusalén. Puede imponerse llevar una señal distintiva sobre la ropa (una cruz), humillación a menudo sustituida, a partir del siglo XIII, por una multa. Una pena más grave, la cárcel (el emparedamiento). La palabra da lugar a una leyenda: los inquisidores jamás han hecho emparedar vivo a nadie; un emparedado es un prisionero. Existe el muro estrecho (la cárcel propiamente dicha) y el muro ancho (estatuto comparable a la residencia vigilada). En caso de muerte de un familiar, de enfermedad, durante las épocas de fiestas religiosas, los prisioneros obtienen permisos para ir a su casa. «El poder de suavizar las sentencias se aplicaba frecuentemente», subraya Jean Guiraud.[44]

Las penas capitales son escasas. En este caso, las víctimas son entregadas al brazo secular —la justicia seglar—, que aplica la hoguera. Este suplicio lleva a la muerte por asfixia. Muerte atroz, pero, ¿acaso la muerte por la horca o decapitación, practicada en Europa hasta el siglo XX, o la muerte por inyección que se practica en Estados Unidos son más dulces?

La investigación moderna no cesa de reconsiderar el número de víctimas, siempre a la baja. En Albi, ciudad de 8.000 habitantes, entre 1286 y 1329, de una población cátara estimada en 250 creyentes, sólo 58 personas sufren penas corporales. De 1308 a 1323, el inquisidor Bernard Gui pronuncia 930 sentencias: 139 son absoluciones; cerca de 286 imponen penitencias religiosas (imposiciones de cruces, peregrinaciones o servicio militar en Tierra Santa); 307 sentencias son de condena a cárcel; 156 sentencias comparten penas diversas (encarcelamientos teóricos o remisiones teóricas contra difuntos, exhumaciones, exposiciones en la picota, exilio, destrucciones de casas). En cuanto a las condenas a muerte, su número se eleva a 42, es decir, una media de tres al año durante quince años, en un periodo en el que la Inquisición es especialmente activa. «La Inquisición del Languedoc —concreta Michel Roquebert— quemará a un número infinitamente menor de gente en un siglo que Simón de Montfort y sus cruzados entre julio de 1210 y mayo de 1211»[45].

En el sentido en que se entiende en el siglo XXI, la Inquisición es intolerante. Pero en la Edad Media, lo que no se tolera es la herejía o la apostasía de la fe católica: los fieles de otras religiones no son justiciables ante la Inquisición. En 1190, Clemente III declaró tomar a los judíos bajo su protección, prohibiendo a todo cristiano bautizar a un judío en contra de su voluntad, impedir las celebraciones judaicas o atentar al respeto debido a los cementerios judíos; los que violasen estas prescripciones, precisaba el Papa, caerían bajo la pena de excomunión. En 1244, trece años después de la creación de la Inquisición, Gregorio IX inserta este documento pontificio en el libro V de sus Decretales, lo que le da fuerza de ley.

La situación de los judíos en la época medieval se ha modificado en el espacio y el tiempo. El tema no puede, pues, ser abordado con vistas simplistas, o proyectando en el pasado fenómenos contemporáneos. El caso de los judíos convertidos al cristianismo, que retornan al judaísmo y son perseguidos como renegados choca a la conciencia moderna. Concierne esencialmente a la Inquisición española, ya que hubo muy pocos casos en la Francia medieval, pero se trata de un fenómeno religioso y no de una cuestión racial. Lo comprueban historiadores del judaísmo, como Esther Benbassa y Jean-Cristophe Attias: «Se puede hablar ciertamente de antijudaísmo. De ninguna manera de antisemitismo. El antijudaísmo no apunta a eliminar a los judíos como raza. Incluso la conversión teológica de los judíos esperada por los cristianos no es una conversión forzosa»[46].

En 1170, en Saint-Gilíes, un judío es administrador del conde de Toulouse; en 1173, otro lo es del vizconde de Carcasona. En el momento en que la Inquisición persigue la herejía, hay judíos establecidos en Toulouse, Carcasona, Narbona, Agde, Béziers, Montpellier, Lunel y Beaucaire. Estas comunidades mantienen escuelas rabínicas y sinagogas y poseen bienes que están bajo la garantía legal de la sociedad civil y de la Iglesia. En una época en la que únicamente los judíos y los lombardos son prestamistas, la política de los Capetos en este campo —periodos de tranquilidad se alternan con momentos en los que los usureros son expulsados del reino— tiene una causa social: para evitar que los endeudados se entreguen a actos de violencia sobre los prestamistas, el rey decreta una moratoria de las deudas y procede a la expulsión de los usureros (que, por otra parte, volverán poco después). En 1268, Luis IX expulsa del reino a los lombardos y a los judíos. Esta medida se dirige, insiste Jacques Le Goff, «a la usura, no al comerciante, ni al extranjero, ni siquiera al judío. No hay nada racial en la actitud y las ideas de San Luis»[47].

Después de la extinción de la herejía, la Inquisición pierde su razón de ser en Francia. A finales del siglo XIII, la fusión entre lo temporal y lo sagrado, característica de la sociedad feudal, está en retroceso. A medida que se afirma el poder público a través de la monarquía, el Estado vuelve a tomar en sus manos el conjunto del sistema judicial. Se puede ver a propósito del conflicto que enfrenta a Felipe el Hermoso con la orden del Temple. En 1310, aunque el juicio de los templarios se desarrolla según las formas de un proceso inquisitorial, es el rey quien ha tomado la iniciativa de la acusación, y por razones políticas. De 1378 a 1427, la autoridad del papado está por los suelos debido al gran Cisma de Occidente, que ve un papa en Aviñón, otro en Roma y un tercero en Pisa. La Inquisición medieval tardía ya no es independiente: los inquisidores son instrumentos al servicio de otras instituciones, como los provisoratos o la Universidad. Esto se comprueba en 1430, durante el juicio contra Juana de Arco. En los siglos XIV y XV, los tribunales eclesiásticos ordinarios retoman sus prerrogativas y los tribunales reales aumentan su poder. En Francia, el fin de la Inquisición concuerda con la reconstitución del Estado. En España, será a la inversa.