La herejía: mal social, mal religioso

Herejía: cuando actualmente los periódicos escriben esta palabra entre comillas, el concepto nos hace sonreír. Pero no era así en la Edad Media. La sociedad medieval es comunitaria: conoce a la persona —cada ser humano creado a la imagen de Dios— pero no al individuo. En un mundo en el que lo temporal y lo espiritual están íntimamente ligados, en una época en la que la libertad de conciencia es inconcebible, la herejía constituye una ruptura del nexo social. «Un accidente espiritual, más grave que un accidente físico», explica Régine Pernoud[37]. Una herejía es, etimológicamente, una opinión particular (en griego hairesis). Si se declara errónea esta opinión, la Iglesia no sólo no tiene escrúpulo en condenarla, sino que considera su misión combatirla. La excomunión no se toma a la ligera. Establecida por el obispo o el Papa, esta sanción conlleva la privación de los sacramentos —la absolución, la comunión—. Y verse privado de los sacramentos es estar al margen de la colectividad. Cuando un príncipe o un soberano es excomulgado, sus vasallos quedan desligados de su fidelidad con respecto a él: se desmorona toda la organización feudal. Por eso el obispo tiene el deber de perseguir la herejía y de rechazarla, es decir, de exterminarla, en sentido literal (ex terminis, «fuera de las fronteras»).

Exterminar: he aquí una gran palabra. En nuestros días, se entiende en su sentido físico, y la asociación de ideas se conecta con la hoguera. En el caso de los cátaros, la imagen de Montségur se impone, repetida por el cine, la televisión, las revistas, las guías turísticas. Para combatir a los cátaros se habría realizado una carnicería. Esta simplificación es doblemente engañosa: no menciona el hecho de que, antes que nada, se emplearon otros métodos que la fuerza; por otra parte, rechaza la violencia sólo de un lado, cuando los albigenses no eran unos dulces inocentes.

«La fe debe persuadir, no imponerse», afirma Bernardo de Claraval. Y el papa Alejandro III añade: «Más vale absolver a los culpables que atacar con excesiva severidad la vida de los inocentes. La indulgencia es más propia de gente de Iglesia que la dureza». Para sofocar la herejía, la Iglesia prefiere la persuasión. El combate contra los cátaros es ante todo teológico. Entre 1119 y 1215, siete concilios analizan y condenan las tesis maniqueístas. En el Mediodía tolosano, un vasto esfuerzo misionero se ha lanzado, confiado en primer lugar a los obispos y al clero local. Ocurre, sin embargo, que algunos prelados que tienen lazos familiares con los señores convertidos al catarismo demuestran poca voluntad en refutar las tesis de los perfectos. En cuanto al bajo clero, cierra los ojos para que le dejen en paz.

El papado hace entonces un llamamiento a las personalidades venidas del norte. San Bernardo, el reformador de la orden del Císter, efectúa una gira de predicación en el Mediodía. Sus esfuerzos no surten ningún efecto y el catarismo sigue extendiéndose. De tal manera que el movimiento, nacido de un conflicto religioso, pasa a tener la dimensión de una revuelta social. La primera autoridad laica en lanzar una advertencia a los herejes, en 1177, es el conde Raimundo V de Toulouse, que ordena a los cátaros renunciar a sus prácticas.

Inocencio III accede al pontificado en 1198. Durante diez años, para no dejar el asunto al poder temporal, va a hacer lo posible por sofocar la herejía. En 1200, el Papa organiza una misión que pone en manos de Pierre y Raoul de Castelnau, dos hermanos cistercienses de la abadía de Fontfroide, cerca de Narbona. De pueblo en pueblo, los monjes arengan a los fieles, enseñan, visitan a las familias. Como no temen el contacto directo con sus adversarios, los predicadores sostienen controversias públicas con los perfectos. En Carcasona, en 1204, un debate contradictorio reúne a Pierre de Castelnau y a Bernard de Simorre, un obispo cátaro. Este mismo año, llega un refuerzo con el mismo abad del Císter, Arnaud Amaury, nombrado legado pontificio. Su misión es, mediante la predicación, reconvertir a los que se empieza a llamar albígenses, ya que abundan alrededor de Albi.

En 1205, volviendo de Roma, Diego, obispo de Osma, ciudad de España, atraviesa el Languedoc. Está acompañado del subprior de su capítulo, Domingo de Guzmán. Conscientes de los escasos resultados de los cistercienses, los dos hombres deciden consagrarse a la lucha contra la herejía. Rompen con el lujo eclesiástico y escogen llevar una vida austera. Recorriendo el campo descalzos, sin equipaje y sin dinero, Diego y Domingo van por los caminos dando conferencias contradictorias. En 1206, en Montréal, cerca de Carcasona, obtienen ciento cincuenta reconversiones a la Iglesia. Este mismo año en Fanjeaux, Domingo funda un monasterio de mujeres herejes convertidas. En 1214, los monjes mendicantes que le siguen instalan una casa madre en Toulouse. Esta orden de frailes predicadores recibe su constitución en 1216: han nacido los dominicos. Pero mientras tanto, desanimados, los cistercienses han abandonado la labor. Y lo que constituía una empresa espiritual, llevada por medios pacíficos, se va a ver desbordada por circunstancias absolutamente temporales.