¿Qué época mejor que la nuestra puede comprender la Inquisición
medieval, con la condición de que traslademos el delito de
opinión del campo religioso al campo político?
RÉGINE PERNOUD
El ayuntamiento de Lavaur, en la región del Tarn, adoptó el 11 de enero de 2002 una resolución prohibiendo en el municipio toda referencia a Simón de Montfort. El origen de esta curiosa iniciativa está en algunas protestas emitidas al anunciarse un proyecto inmobiliario de residencia llamado Simón de Montfort. El bando de la alcaldía estipula que las denominaciones «Montfort», «De Montfort» y «Simón de Montfort» quedan prohibidas de ahora en adelante «para bautizar las vías, alojamientos públicos o privados, residencias u otros establecimientos dependientes de la Administración». El motivo: «El señor Simón de Montfort perpetró sobre la población de Lavaur una matanza cuyo recuerdo está profundamente anclado en la memoria colectiva de la ciudad». Durante la cruzada contra los albigenses, en 1211, Simón de Montfort había capitaneado el asedio de la ciudad. De resultas de ello, habrían muerto ochenta caballeros cátaros, y varias decenas de herejes habrían sido quemados vivos.
Iniciada en el siglo XIX, la leyenda de los cátaros es todo un éxito para las librerías. A ella se une toda una literatura esotérica y espiritualista, y perdemos la cuenta de las publicaciones seudo-eruditas que exponen con todo detalle la religión de los fíeles de Montségur.
Actualmente, dos movimientos ideológicos alimentan el viejo mito cátaro. En primer lugar, en un contexto general de replanteamiento del marco nacional, algunos se las ingenian para suscitar el antagonismo entre la Francia septentrional y la del sur. Por lo tanto, la cruzada contra los albigenses pasa a ser un crimen cometido por los bárbaros del norte contra la civilización meridional. La industria turística explota esta ganga: entre el Garona y la frontera española, se invita a los visitantes a descubrir un «país cátaro» presentado como un paraíso perdido. Una segunda vía ideológica se afirma con más fuerza. Consiste simplemente en rehabilitar las creencias cátaras. En nuestra sociedad secularizada, la religión depende de la conciencia individual; el que cree, ya que es sincero, está en su derecho, con más razón si cree en contra de la fe tradicional. Herejía medieval, los cátaros pasan ipso facto a ser simpáticos.
¿Los cátaros? Gente pura, sencilla, adornados con todas las virtudes. Sólo animados por el amor, no hacían más que enfrentarse a la injusticia de los poderosos. Testigo de este discurso es un número, «Especial cátaros», recientemente publicado por una revista regional, donde se lee: «El catarismo no era otra cosa que una Iglesia católica liberada de sus ritos, de sus miedos y del aspecto pesado y coaccionador de su jerarquía, una Iglesia más igualitaria. En resumen, inventaron una utopía mucho más peligrosa para el orden establecido que cualquier otra ideología». ¿Y qué se dispuso frente a esta buena gente? «Las llamas de la purificación». Siendo la práctica de la hoguera «corriente y justificada por la Iglesia, esta guerra de religión sólo podía acabar con “la solución final”[36]». ¿La solución final? Dicho claramente, el catolicismo medieval habría prefigurado el nazismo: hermoso ejemplo de amalgama tal como puede fabricarla lo históricamente correcto…