Francia, obra del Estado de los Capetos

Durante el día de llamada a la preparación de la defensa —lo que queda del servicio militar—, se proyecta a los jóvenes una película para resumirles la historia de Francia. Empieza en 1789. Amnesia curiosa. Se quiera o no, guste o no, Francia nació entre los siglos XI y XIV. Este prodigioso acontecimiento no estaba escrito de antemano.

El feudalismo, ya lo hemos dicho, se basa en la relación de hombre a hombre, de vasallo a soberano. El soberano de soberanos es el rey. En la época de la Alta Edad Media, según las palabras de Pernoud, el rey, «señor entre otros señores», administra su propio feudo, ejerce la justicia y defiende a sus vasallos. Pero no es un soberano en sentido propio: no forma parte de su poder el promulgar leyes, ni tampoco recaudar impuestos o poseer un ejército. El Estado sufre un eclipse. Ahora bien, reaparece al final de la época feudal. Y sobre el territorio de lo que más tarde será Francia, la nación se forjará poco a poco alrededor del poder público.

En 987, Hugo Capeto es elegido rey. Cuando accede al trono, su legitimidad es frágil. «¿Quién te ha hecho conde?», pregunta a Adalbert de Périgord, que se niega a obedecerle. «¿Quién te ha hecho rey?», replica el gran noble feudal. Pero el milagro de los Capetos consistirá en saber permanecer. En dos siglos, imponiendo la herencia como modo de designación del poder, la dinastía instituye el Estado cuya legitimidad ya no se pone en duda. Poco a poco, el poder político se reforma. En Provins, en 1320, los magistrados organizan una votación para deliberar sobre la necesidad de confiar la administración local a los agentes reales: 156 votantes de 2.701 (entre los que hay 350 mujeres) desean «seguir bajo el gobierno de alcaldes y regidores», mientras 2.545 desean «ser gobernados sólo por el rey». En los siglos XIII y XIV, París pasa a ser capital. En los siglos XIV y XV el Parlamento de París adquiere la función de tribunal de apelación judicial. El impuesto real, creado a finales del siglo XIV, desempeña un papel unificador. A partir de 1422, Carlos VII pasa a ser el primer rey en disponer de tropas permanentes; Luis XI, que accede al trono en 1461, organiza una administración central. A medida que se extienden sus dominios, los Capetos reconstruyen el Estado. Al término de esta reconstrucción el rey ya no es el más alto de los señores feudales: es un soberano.

En aquel momento ¿qué hacen las demás dinastías? Aunque su poder esté asentado en Inglaterra, los Plantagenet intentan fundar un Estado franco-inglés. Los Hohenstaufen, dinastía alemana, poseen Sicilia, pretenden la soberanía sobre Italia y sueñan con la monarquía universal. Los Capetos actúan con tenacidad pero persiguiendo un objetivo más modesto. Como campesinos, agrandan sus tierras.

Los Capetos se hacen coronar en Reims, según un ceremonial que se mantendrá durante siglos. Pero la coronación no crea al rey: lo confirma. El soberano se apoya sobre la Iglesia, cuyas prerrogativas protege. En el orden temporal, sin embargo, no se somete a ningún poder: ni al del emperador ni al del Papa. Durante el conflicto entre el papado y los Hohenstaufen (la lucha del sacerdocio y del Imperio), el papa Inocencio III, en 1198, reclama la tutela sobre la función imperial, en virtud de la teoría de las dos espadas que hace del emperador el delegado del soberano pontífice. Los Capetos rechazan esta doctrina: son los dueños de su casa. Al igual que Felipe Augusto, Felipe el Hermoso repele toda intrusión del papado en los asuntos de Francia. Cuando Bonifacio VIII, en 1296, prohíbe al rey recaudar impuestos a los eclesiásticos, el Capeto replica prohibiendo toda salida de dinero hacia Roma. En 1302, después de la proclamación de la bula Unam Sanctam que reivindica la soberanía del Papa sobre todos los monarcas, el rey, queriendo afirmar su independencia frente al papado, obtiene el apoyo de los Estados Generales. Excomulgado en 1303, Felipe el Hermoso manda un emisario, Guillaume de Nogaret, que maltrata al Papa en Anagni. El monarca Capeto no ha obtenido su poder del Papa. Sus hombres de leyes han elaborado esta máxima en la que se basa su legitimidad: «El rey de Francia es emperador en su reino, su voluntad tiene carácter de ley».

En Bouvines, en 1214, las milicias comunales respaldan a Felipe Augusto en contra del emperador Otón IV. Algunos fechan en esta victoria el nacimiento del sentimiento nacional. La idea es hermosa, pero históricamente aventurada. Sin embargo, los Capetos forman lenta pero firmemente una verdadera comunidad política. No es un sentimiento predeterminado el que ha creado esta colectividad, sino al revés, es la costumbre de vivir juntos lo que ha forjado la conciencia nacional. Gestación larga, de la que conocemos los retazos a lo largo del tiempo. En el siglo XI, La canción de Roldán evoca «la dulce Francia». Al predicar la primera cruzada, Urbano II lanza un llamamiento a los «franceses amados y elegidos por Dios». Francés: el término se extiende en los siglos X y XI. Suger, a principios del siglo XII, escribe que «no es ni justo ni natural que Inglaterra sea sometida a los franceses ni Francia a los ingleses». Felipe Augusto afirma que debe proteger «su reino íntegro». A finales del siglo XIII, frente a las pretensiones del emperador Adolfo de Nassau, que reclama Valenciennes, Felipe el Hermoso contesta con esta exclamación: «¡Demasiado alemán!». El rey da estas directivas a sus barones: «Están todos obligados a combatir en defensa del suelo natal, y es un oficio que se atribuye a cada uno de vosotros».

Colette Beaune ha dedicado un libro muy erudito al desarrollo del sentimiento francés, enseñando cómo se ha realizado la alquimia antes de que la palabra nación tome su sentido moderno[21]. En los siglos XII y XIII, se afianzan unos símbolos: la corona real, el estandarte, la santa vasija de la coronación, el poder del rey que cura las escrófulas, la ley sálica, la flor de lis (pasa a ser emblema heráldico de los Capetos bajo Luis VII y Felipe Augusto) y la abadía de Saint-Denis, necrópolis real. En el siglo XIV, cuando el rey de Inglaterra disputa Francia a los Valois, estos últimos ponen en marcha una «propaganda nacional». Clérigos y hombres de leyes recurren al mito, atribuyendo a los francos orígenes troyanos. Se invoca a San Martín, San Remigio o San Dionisio, los santos fundadores del reino, mientras se exaltan las grandes figuras reales: Clodoveo, cuyo bautismo hace que Francia entre en el plano de Dios, Carlomagno, Felipe Augusto, San Luis, Felipe el Hermoso. En el siglo XIV, según Colette Beaune, «cristiano y francés son prácticamente sinónimos. La historia de la nación cristiana es otra historia sagrada. Se confunde con la de la dinastía. Por otra parte, todos en el reino comparten la misma fe y rezan por el mismo rey».

En la época en la que la guerra entre los Capetos y los Plantagenet toca a su fin, los cronistas subrayan la necesidad de echar al inglés fuera del reino. A partir de 1440, existen pruebas irrefutables del sentimiento nacional. Sin duda se manifiestan en grado desigual en función del lugar, el momento y el ambiente social. En la Normandía ocupada, este sentimiento se ha afirmado: administradores y capitanes ingleses chocan con una verdadera resistencia cuyo emblema está representado por los defensores del Mont-Saint-Michel. Al principio de la guerra de los Cien Años, en 1337, algunos nobles de Normandía se han opuesto a la petición del rey de reunir a sus vasallos para defender la provincia; cuando acaba el conflicto, en 1450, Carlos VII efectúa una entrada triunfal en Rouen. Veinte años antes, en Reims, el «rey de Bourges» había sido coronado tras el paseo victorioso de una pastora en armas. En 1430, dice Juana de Arco a sus jueces: «Sólo sé una cosa del porvenir, y es que se echará a los ingleses de Francia». No sólo el porvenir le dio la razón, sino que hizo de ella un símbolo nacional.

La Edad Media es el momento en que se esboza una aventura francesa que dura desde hace mil años. Ignorarlo y caricaturizar la época medieval como reino del oscurantismo es mutilar la propia historia.