El orden feudal: un estado transitorio

La riqueza del patrimonio cultural medieval es tal que ya nadie puede en rigor calificar este periodo tratándolo de bárbaro. A pesar de todo, los prejuicios perduran: «Museos, castillos y abadías resucitan el tiempo bendito de la Edad Media. Esta fascinación por la época medieval puede explicarse por la visión idílica de una Europa entonces unida, formada por comunidades solidarias que viven según reglas sanas y naturales. Esta nueva visión de la Edad Media no sería así más que una pantalla en la que se proyectan las frustraciones contemporáneas, sin preocuparse de la realidad histórica»[15].

Los clichés antaño difundidos por los manuales escolares están lejos de haber desaparecido. Fortalezas siniestras, calabozos húmedos, señores llenos de arrogancia, pueblo doblando la cerviz: la imaginería del siglo XIX es siniestra. Todo gira alrededor del adjetivo demonizado: feudal. El feudalismo está tan alejado de los modos de organización social contemporáneos que parece hoy incomprensible. Ya antes de 1789, la literatura reformadora vilipendiaba los «derechos feudales». Este tema llenó los cuadernos de quejas y culminó la noche del 4 de agosto[16] cuando los diputados fustigaban «los deplorables vestigios de la barbarie feudal». En el siglo XIX, los historiadores liberales —Augustin Thierry, Jules Michelet, Henri Martin— repetían el mismo estribillo, relevados por los maestros de la III República. Basándose en esto, poco o mucho, la mayoría de la gente razona todavía así.

Existe una abundante leyenda sobre derechos feudales, repertorio de sandeces que no se basa en ninguna prueba, ni en ninguna fuente científica, como lo recuerda Jacques Heers[17]. Fábulas. Como la del siervo obligado a batir el estanque durante la noche con el objetivo de hacer callar a las ranas para que su señor pudiera dormir. Y otras peores. Como esos señores que habrían obligado a sus vasallos a pasar la noche de bodas en lo alto de un árbol y consumar ahí su matrimonio. O el derecho de devastación, que habría permitido al señor calmar sus nervios dejando a sus caballos destrozar el campo del campesino. O el derecho al descanso, que autorizaría al señor, de vuelta de la caza, ¡a despanzurrar a dos siervos para calentarse los pies en sus entrañas! Prohibido sonreír: presuntos historiadores han contado, no hace mucho, semejantes pamplinas. Sin duda, ya no estamos a este nivel. Sin embargo, mucha gente piensa de buena fe que el célebre derecho de pernada se ha practicado. Alain Boureau demuestra que se trata de un mito forjado a partir de una interpretación deformada de la tasa que debían pagar los siervos cuando se casaban. Su conclusión es tajante: «El derecho de pernada no ha existido jamás en la Francia medieval»[18].

El feudalismo, hoy en día, sugiere el triunfo de los intereses particulares sobre la misión de interés general otorgada al Estado: se habla de feudalismos administrativos o sindicales. Hijos del jacobinismo, nos cuesta concebir una sociedad que no esté regulada según un modelo uniforme. Y la sociedad medieval lo es todo menos uniforme. Lo que no significa que sea anárquica: el feudalismo, establecido empíricamente en medio de condiciones históricas marcadas por la desaparición del poder público, aunque parezca imposible, representa un orden social. Después del derrumbamiento del Imperio romano, en el siglo V, y de la ola de grandes invasiones en los siglos V y VI, los poderes locales se afianzan. Manteniendo una cohesión política mínima, ejercen la autoridad, acuñan moneda, rinden justicia. Jefes de cuadrillas o dueños de tierras, hombres experimentados se imponen sobre un territorio determinado. Sobre sus feudos (palabra derivada del germánico o del céltico feodum, que designa el derecho de uso de una tierra), estos ancianos (en latín seniores) pasan a ser señores. En el siglo IX, cuando Carlomagno restaura el poder imperial, está obligado a reconocer este hecho. Nacido de las circunstancias, el feudalismo alcanza su apogeo entre finales del siglo X y el siglo XV.

El feudalismo se basa en el vasallaje. Este principio define una relación de hombre a hombre. A cambio de su protección, el vasallo rinde homenaje a quien es más poderoso que él: su soberano. El sistema de vasallaje se va formando entre los años 750 y 900. Bajo Pipino el Breve, Carlomagno o Luis el Piadoso, los compañeros del rey (en latín comites, de ahí la palabra conde) pasan a ser sus vasallos. Como contrapartida del servicio que rinden en el plano militar, este lazo de dependencia personal garantiza su seguridad. Ya que no puede destituir a sus vasallos, el rey les da tierras (de feudos) cuya propiedad pasa a ser hereditaria.

Contrariamente a lo que dice la lectura marxista de la Edad Media la sociedad y la economía feudales no tienen nada que ver con la explotación del suelo. Por otra parte, no todas las tierras son feudos. En el caso de la hacienda rural llamada señorío, el término de señor no designa al que está ligado a otro por vasallaje, sino al dueño de la tierra. El lenguaje contemporáneo tiende a clasificar en la misma categoría a vasallos, campesinos y siervos. Ahora bien, los mismos nobles son vasallos. Y si bien muchos campesinos son siervos, otros, arrendatarios de sus tierras, son colonos libres, y algunos propietarios. Fuera de los dominios reales, patrimonio del monarca, en la Edad Media la tierra puede, pues, ser poseída por nobles, comunidades monásticas, habitantes de las ciudades y los burgos (en sentido propio, «burgueses») o por campesinos.

Otro cliché es el del caballero medieval que no sueña más que con peleas. Cuando Felipe VI llama a sus vasallos para combatir a los ingleses, se enfrenta a negativas deliberadas. «La guerra —escribe Jacques Heers— más bien ha arruinado a la nobleza de Francia, infligiéndole pérdidas de hombres y de dinero, obligándola a enajenar sus bienes, a endeudarse»[19]. Por lo demás, desde la Alta Edad Media se han desplegado numerosos esfuerzos para limitar los conflictos. Iniciativas de la Iglesia: la paz de Dios prohíbe atentar contra la población civil y la tregua de Dios prohíbe los combates el domingo o durante ciertos periodos litúrgicos (Adviento, Cuaresma, fiestas de la Semana Santa). Mucho más tarde, durante la guerra de los Cien Años, la guerra de caballeros cede el lugar a la guerra nacional, pero siempre con efectivos limitados: las batallas medievales más mortíferas, Bouvines, Crécy o Azincourt, ponen frente a frente a algunos miles de hombres. Resulta paradójico que el siglo XX, cuyas guerras han provocado hecatombes, piense en la Edad Media como en una época violenta.

Hacia el año 1000, la mitad del territorio ha sido roturado. Han sido abatidos bosques, desecadas marismas —trabajos gigantescos ante los cuales los mismos romanos se habían echado atrás—. Y esto es obra de campesinos. ¿Habrían trabajado bajo la coacción, como esclavos? No. Lo hicieron porque les convenía, porque las condiciones financieras y el estatus social que se derivaban de ello justificaban esa labor.

Cliché, el del campesino sujeto a la gleba. La Edad Media es el teatro de las grandes migraciones: para explorar tierras lejanas se desplazan pueblos enteros. Cliché, el del miserable campesino. Ciertamente, cuando un fenómeno climático arruina la cosecha amenaza la hambruna. Y siguió siendo así mucho más allá de la Edad Media, por lo tanto mucho después del final del feudalismo, mientras no se dominaron las técnicas de fertilización de los suelos y de almacenamiento de los granos. ¡Sigue habiendo campesinos pobres en el siglo XXI! Ya desde la Edad Media, algunos se enriquecen casándose, o bien heredando, o trabajando mucho. Se ve a algunos labradores más acaudalados que los pequeños nobles arruinados por la guerra. El alodio, tierra perteneciente a un campesino, se encuentra en el Languedoc, la Provenza, el Máconnais, el Bourbonnais, en el Forez, en Artois, en Flandes. Arrendatarios de sus tierras, los colonos no pueden ser expulsados. Poseen el derecho de transmitirlas a sus herederos, lo que instituye de facto arrendamientos hereditarios.

Las prestaciones personales, a las que los libros escolares de antaño daban una fama espantosa, se limitan a uno o dos días de trabajo al año, seis como máximo. Estos servicios que deben al señor los arrendatarios y todos los que dependen de él, libres o no, consisten en mantener los puentes y las carreteras, o limpiar los fosos, tareas de las que hoy se encargan los municipios. Es una forma de contribución local antigua. Sin embargo, en el siglo XII las comunidades municipales compran esas obligaciones de prestaciones personales, pues les sale más rentable mandarlas hacer por obreros pagados por ello que enrolar a campesinos poco motivados.

El campesino paga la talla. Algunos «a merced», lo que significa que este impuesto directo lo fija el señor (el impuesto real aparece relativamente tarde, a finales del siglo XIV). En la práctica, la talla se negocia bajo forma de una suscripción comunitaria que fija la parte de cada uno. Como señala Jacques Heers: «La recaudación fiscal corresponde a todo gobierno: las tasas medievales no son más numerosas ni más elevadas que en la Antigüedad o los tiempos modernos»[20]. Imagen preconcebida pues, la del campesino «que paga talla y realiza servicios personales a discreción».

¿Y la servidumbre? Por supuesto, un siervo no es un hombre libre. Tampoco es un esclavo. El derecho romano reconocía el derecho de vida y muerte sobre el esclavo: nada parecido existe en la Edad Media. Ya puede la etimología de las dos palabras ser común (servus), el esclavo es una cosa mientras que el siervo es un hombre, pero un hombre cuyo estatuto social está plagado de carencia de derechos. Si el siervo tiene la obligación de quedarse en las tierras y cultivarlas, si puede ser vendido con ellas, no puede ser expulsado y recibe su parte de cosecha. Es libre de casarse (al contrario que el esclavo antiguo) y de transmitir su tierra y sus bienes a sus hijos. La servidumbre personal, transmisible a los descendientes, se diferencia de la servidumbre real, que se refiere a la tierra que se cultiva: cultivando las tierras de un arrendamiento servil, hombres libres pueden convertirse voluntariamente en siervos. Otro tópico más, el del señor que oprime al siervo requisándole todo, hasta las semillas de siembra: ¿qué interés tendría un propietario agrícola en agotar su propia fuente de ingresos?

Con el paso del tiempo, los siervos adquieren derechos a cambio del pago de tasas. Poco a poco, cada vez los siervos son menos. El desarrollo urbano empuja a algunos a renunciar a la tierra, lo que de hecho les liberta: «El aire de la ciudad hace libre», dice el viejo refrán. Un campesino libre obtiene mejores cosechas y tiene menos riesgo de irse a otro señorío o a la ciudad, por lo que son cada vez mas numerosos los señores que levantan la obligación servil. La falta de hombres conduce también al señor que necesita labradores a proporcionarles mejores condiciones. La libertad se compra individualmente, lo que demuestra que los siervos pueden ganar el dinero necesario para ese rescate, o bien colectivamente: se negocia entonces con la comunidad del pueblo. Alentado por la Iglesia, el movimiento de emancipación se acelera a partir del siglo IX. El monje Suger, amigo y consejero de Luis VI y luego de Luis VII, es hijo de siervo. El rey da el ejemplo: libera a los siervos de sus dominios. A la muerte de San Luis, la servidumbre ha desaparecido prácticamente en Francia.