20

Lenobia

Había días en los que Lenobia no necesitaba la hora no lectiva que les correspondía a todos los profesores conocida como «hora de planificación», lo que significaba que disponía de una hora entera sin alumnos a los que dar clase.

Aquel no era uno de esos días.

Apenas sonó la campana que indicaba el inicio de la quinta hora, abandonó a toda prisa el ruedo, un ruedo que todavía estaba medio lleno de alumnos luchando entre ellos espadas en ristre y disparando flechas a las dianas.

—La próxima hora deje descansar a Bonnie. Pero no les quite ojo a esos estudiantes. No quiero que molesten a los caballos.

—Descuide, señora. Algunos los tratan como si fueran perros grandes —dijo el vaquero mirando al grupo de iniciados con expresión implacable—. Y no lo son.

—Yo también necesito tomarme una pausa. Estoy cansada de tener que vigilarlos constantemente. No tenía ni idea de la fascinación que despertaban los caballos entre los iniciados que no montan —dijo sacudiendo la cabeza con desgana.

—Váyase tranquila. Hablaré con Darius y Stark. Tienen que controlar mejor a esos chicos.

—No podría estar más de acuerdo —murmuró y, sintiéndose sorprendentemente agradecida por el hecho de que fuera Travis el que aleccionara a los dos guerreros, se alejó adentrándose en la fría calma de la noche.

Su banco estaba tan vacío como lleno estaba el ajetreado edificio. Se había levantado una suave brisa, inusualmente cálida teniendo en cuenta que estaban a finales de invierno. Lenobia lo agradeció, así como la posibilidad de pasar un rato a solas. Entonces se sentó y empezó a hacer girar los hombros, inspirando y expirando profundamente.

No es que se arrepintiera de haber aceptado que los guerreros utilizaran sus dominios para impartir clase, pero le estaba costando acostumbrarse a la afluencia de iniciados, en concreto los que no montaban. Tenía la sensación de que cada vez que se daba la vuelta descubría a otro estudiante por ahí suelto que abandonaba el ruedo en dirección a los establos. En lo que llevaba de día ya había pillado a tres mirando con cara de besugo a una joven yegua que estaba a punto de parir y que, en consecuencia, se mostraba inquieta e irascible, y no estaba de humor para pesados. De hecho, había intentado pegarle un bocado a uno de los chicos, que se había justificado diciendo que «solo pretendía acariciarla».

—Exactamente como si fuera un perro grande —gruñó Lenobia en voz baja.

No obstante, era mejor que el estúpido alumno de tercero al que le había parecido una buena idea apostar con un amigo a que era capaz de levantar uno de los cascos de Bonnie para ver «cuánto pesaba realmente». Bonnie se había asustado cuando el otro había gritado «menuda pata tiene la condenada» y la yegua, desconcertada, había perdido el equilibrio y había caído de rodillas.

Afortunadamente, había aterrizado sobre el serrín del ruedo, y no sobre el cemento, que podría haberle causado serias contusiones o incluso romperle algún hueso.

Travis, que en ese momento estaba enseñando a dar cuerda a un grupo de alumnos habituales, se había ocupado de ellos en menos que canta un gallo. Lenobia sonrió recordando cómo les había agarrado por el cogote y los había lanzado directamente sobre un montón de estiércol de la propia Bonnie y les había dicho que era casi tan grande y pesado como uno de sus cascos. Luego había tranquilizado a su yegua con unas cuantas caricias apaciguadoras, le había dado una de esas galletas de manzana que siempre parecía llevar en el bolsillo y había vuelto con el grupo al que enseñaba las técnicas básicas de la doma como si nada hubiera pasado.

Se le dan bien los estudiantes, pensó. Casi tan bien como los caballos.

A decir verdad, Travis Foster se estaba convirtiendo en una persona muy valiosa para sus establos. Lenobia se rio en voz baja. Cuando se enterara Neferet, se iba a llevar un buen disgusto.

No obstante, su risa se desvaneció rápidamente y fue reemplazada por la tensión en el estómago que le había estado rondando desde que había conocido a Travis y a su caballo.

Se debe al hecho de que sea un humano, se dijo a sí misma Lenobia. No estoy acostumbrada a tratar con ellos.

Se había olvidado de cómo eran, de lo espontánea que podía resultar su risa, de su capacidad para disfrutar de cosas nuevas que para ella ya no suponían ninguna sorpresa, como un simple amanecer, y de la intensidad con que vivían sus breves existencias.

Veintisiete, señora. Esos eran los años que había pasado en este mundo. Había experimentado veintisiete años de amaneceres, mientras que ella había presenciado más de doscientos cuarenta. Y probablemente experimentaría solo unos treinta o cuarenta más, y luego moriría.

¡Sus vidas eran tan breves!

Unas más que otras. Algunos ni siquiera vivían más de veintiún veranos, lo que significaba que los amaneceres no llegaban para llenar una vida.

¡No! Lenobia intentó apartar aquel recuerdo de su mente. No iba a permitir que el vaquero despertara aquellos recuerdos. Les había cerrado la puerta el día en que había sido marcada, aquel terrible y maravilloso día. Y no pensaba volver a abrirla, ni en ese momento ni nunca.

Neferet conocía algunas cosas del pasado de Lenobia. Antiguamente, la alta sacerdotisa y ella habían sido amigas. Hablaban a menudo y en su momento, Lenobia solía pensar que compartían confidencias. Por supuesto, había sido una falsa amistad. Incluso antes de que Kalona hubiera surgido de la tierra para ponerse de parte de Neferet, Lenobia había empezado a darse cuenta de que había algo en la alta sacerdotisa que no le gustaba nada, algo oscuro e inquietante.

—Está rota —susurró Lenobia en la oscuridad de la noche—. Pero no permitiré que me rompa a mí.

La puerta permanecería cerrada. Para siempre.

En ese momento oyó las potentes pisadas de Bonnie golpeando con fuerza la hierba seca por el frío del invierno y sintió el suave roce de la mente de la enorme yegua. Lenobia se aclaró las ideas y le transmitió un caluroso saludo de bienvenida, a lo que Bonnie respondió con un relincho tan grave que casi pareció que provenía de un dinosaurio que, curiosamente, era como la llamaban muchos de los estudiantes. Aquella idea hizo reír a Lenobia. Todavía estaba riéndose cuando Travis condujo a Bonnie hasta su banco.

—No, lo siento. No tengo galletas —dijo una sonriente Lenobia acariciando el amplio y suave hocico de la yegua.

—Aquí tiene, jefa —dijo Travis pasándole un barquillo a Lenobia mientras se sentaba en el extremo opuesto del banco de hierro forjado.

Lenobia cogió la chuchería y se la tendió a Bonnie, que la agarró con una sorprendente delicadeza teniendo en cuenta su tamaño.

—¿Sabe que un caballo normal se hundiría en la cantidad de esas cosas que le da?

—Es una chica grande, y de vez en cuando le gusta tomar alguna de sus galletas.

Apenas pronunció la palabra «galleta», la yegua levantó las orejas apuntando hacia ella, y él le pasó otra a Lenobia.

—Eres una niña malcriada —dijo esta sacudiendo la cabeza, aunque por el tono de su voz resultaba evidente que estaba sonriendo.

Travis encogió sus anchos hombros.

—Me gusta malcriar a mi chica. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

—A mí me pasa lo mismo con Mujaji —dijo Lenobia acariciando la amplia frente de Bonnie—. Algunas yeguas requieren un trato especial.

—¡Ah! ¿Cuando se trata de su yegua es un «trato especial» y en cambio yo malcrío a la mía?

Ella lo miró a los ojos y descubrió que estaba sonriendo.

—Sí. Por supuesto.

—Por supuesto —dijo él—. En momentos como este me recuerda usted a mi madre.

Lenobia alzó las cejas sorprendida.

—He de decirle que eso suena muy raro, señor Foster.

—Es un cumplido, señora. Mi madre insistía en que las cosas eran siempre como ella decía. Siempre. Era terriblemente testaruda, pero también equilibrada, porque casi siempre tenía razón.

—¿Casi siempre? —preguntó ella con mordacidad.

Él se rio de nuevo.

—¿Lo ve? Eso es exactamente lo ella hubiera dicho.

—La echa mucho de menos, ¿verdad? —preguntó Lenobia estudiando su bronceado rostro de marcadas facciones. Parece mayor de veintisiete años, pero de un modo agradable, pensó.

—Sí —respondió quedamente.

—Eso dice mucho de ella —dijo Lenobia—. Y todo bueno.

—Lluvia Foster tenía muchas cosas buenas.

Lenobia sonrió y sacudió la cabeza.

—Es verdad, me dijo que se llamaba Lluvia. Es un nombre muy poco común.

—No cuando nació ella —respondió Travis—. Lenobia sí que es un nombre poco común.

Lenobia respondió sin pensárselo, como si su lengua hubiera hablado por sí misma.

—No cuando eres hija de una muchacha inglesa del siglo XVIII con grandes aspiraciones.

Apenas terminó la frase, Lenobia apretó con fuerza los labios cerrando su descuidada boca.

—¿No se cansa de vivir tanto tiempo?

Su pregunta la desconcertó. Estaba convencida de que se quedaría pasmado al oír que tenía más de doscientos años. En lugar de eso, solo parecía intrigado. Y por alguna extraña razón aquella sincera curiosidad la relajó de tal modo que respondió con honestidad y sin rodeos.

—Si no fuera por mis caballos, creo que acabaría cansándome de vivir.

Él asintió con la cabeza, como si aquellas palabras tuvieran sentido para él, pero lo único que dijo fue:

—El siglo XVIII. Eso es bastante tiempo. Las cosas han cambiado mucho desde entonces.

—Los caballos no.

—La felicidad y los caballos —dijo él.

Él la miró con una expresión sonriente en sus ojos, y esta volvió a sorprenderse por el color, que parecía haber cambiado, volviéndose más claro.

—Sus ojos —dijo—. Cambian de color.

Las comisuras de sus labios se curvaron levemente.

—Lo sé. Mi madre solía decir que podía saber lo que pensaba por su color.

Lenobia no conseguía apartar la vista de él, a pesar de que estaba cada vez más nerviosa.

Por suerte, Bonnie eligió aquel momento para arrimarle el hocico cabeceando. Lenobia acarició la frente de la yegua mientras intentaba calmar el torbellino de sentimientos que la presencia humana despertaba en ella. No. No pienso dejarme llevar por este sinsentido.

Con una retomada frialdad, Lenobia apartó la vista de la yegua y miró al vaquero.

—Señor Foster, ¿qué está haciendo aquí fuera? Se supone que debería estar vigilando que ningún iniciado metomentodo entre en mis caballerizas.

Sus ojos se oscurecieron de inmediato, recuperando su habitual e inofensivo color marrón y el tono de su voz dejó de ser cordial para volverse profesional.

—He tenido una charla con Darius y Stark y creo que sus caballos estarán a salvo durante lo que queda de clase porque hay dos vampiros muy cabreados instruyendo a sus estudiantes en las técnicas de combate cuerpo a cuerpo, concentrándose especialmente en enseñarles como derribarse mutuamente. —En ese momento se echó atrás el sombrero—. Por lo visto a esos chavales les gusta tan poco como a usted que sus iniciados se dediquen a husmear por ahí, así que van a tenerlos muy ocupados a partir de ahora.

—¡Oh! ¡Vaya! Es una gran noticia —dijo Lenobia.

—Pues sí. Yo también lo creo. Así que se me ocurrió acercarme para ofrecerle algo realmente placentero.

¿Era posible que aquel tipo estuviera coqueteando con ella? Lenobia aplastó el estremecimiento nervioso que le provocó aquella propuesta y lo miró fijamente con expresión fría y serena.

—No se me ocurre de qué manera puede usted proporcionarme ningún tipo de placer.

Habría jurado que sus ojos volvían a aclararse, pero su mirada era tan fría como la suya.

—Bueno, señora. He dado por hecho que habría entendido a qué me refería. Le estoy proponiendo dar un paseo. —A continuación hizo una breve pausa y añadió—: Con Bonnie.

—¿Con Bonnie?

—Sí, con Bonnie. Mi caballo. La chica grande y gris que tiene a su lado, acariciándola con el morro. Esa a la que le gustan las galletas.

—Sé perfectamente quien es Bonnie —le espetó Lenobia.

—Pensé que le gustaría dar un paseo con ella. Por eso la he traído hasta aquí. Y se la he ensillado. —Al ver que Lenobia no decía nada, Travis se echó el sombrero hacia atrás. Parecía ligeramente incómodo—. Cuando necesito relajarme, recordarme a mí mismo que tengo que sonreír o respirar, me subo encima de Bonnie y salimos a galopar un poco. Se mueve bastante deprisa para su tamaño, pero es como cabalgar sobre una montaña, y eso me hace sonreír. Pensé que podría tener el mismo efecto sobre usted. —Entonces vaciló y añadió—: Pero si no le apetece, me la llevo y punto.

Bonnie agachó la cabeza como si también ella le estuviera ofreciendo dar un paseo.

Y entonces Lenobia se decidió. Nunca había dicho que no a un caballo, y ningún humano, por muy incómoda que le hiciera sentir, iba a conseguir que empezara a hacerlo.

—Creo que podría tener razón, señor Foster.

Acto seguido se levantó, cogió las riendas que sujetaba el vaquero, y las pasó por encima del arqueado cuello de Bonnie.

A juzgar por la reacción de Travis, poniéndose en pie de golpe, Lenobia se dio cuenta de que lo había sorprendido.

—Espere. Le daré el pie.

—No hace falta —respondió ella.

Lenobia le dio la espalda y chasqueó la lengua animando a la yegua a situarse detrás del banco. Moviéndose con una ágil elegancia fruto de décadas de práctica, Lenobia se encaramó primero en el asiento y después en el respaldo de hierro, puso el pie en el estribo y con un suave balanceo, subió a lomos de Bonnie. Una vez arriba se dio cuenta de que Travis había acortado los estribos de la amplia silla vaquera para ajustarla a la longitud de sus piernas, mucho más cortas, de manera que aunque el asiento era demasiado grande, no se sentía extraña, sino bastante cómoda. Entonces bajó la mirada hacia el vaquero y no pudo evitar sonreír, porque le pareció que estaba lejísimos.

Él le devolvió la sonrisa.

—Lo sé.

—Se ve todo muy diferente desde aquí —dijo ella.

—Y tanto. Vaya a dar un paseo con mi chica. Le recordará que tiene que respirar y sonreír. ¡Ah! Y una cosa más, Lenobia. Le agradecería que dejara de llamarme señor Foster. —Travis la saludó tocándose ligeramente el ala del sombrero y, con una sonrisa, añadió lentamente—: Si no le importa, señora.

Lenobia se limitó a levantar una ceja y a continuación dio a Bonnie un ligero apretón con las rodillas y emitió con la boca el ruido similar a un beso que le había oído a Travis. La yegua respondió sin dudar y ambas empezaron a desplazarse lentamente. El viento había seguido aumentando y, junto con la calidez de la noche, a Lenobia le recordó a la primavera. Entonces sonrió.

—Parece que este largo y frío invierno está llegando a su fin, Bonnie. Es posible que se esté acercando la primavera.

La yegua echó las orejas hacia atrás, escuchando, y Lenobia le dio unas palmaditas en el cuello. Luego la situó en dirección norte y empezaron a bordear el muro de piedra, pasando por delante del árbol en el que tantas desgracias habían tenido lugar, y dejando atrás las caballerizas y el ruedo. Luego, alternando el paso con el trote, se dirigieron hacia el lugar donde el este se juntaba con el norte, a la esquina del rectángulo que abarcaba todo el campus. Para cuando llegaron allí, Lenobia era consciente de que había conseguido cogerle el ritmo a Bonnie y de que se había ganado su confianza. Entonces giró a la yegua y la situó en dirección al lugar del que habían partido.

—De acuerdo, preciosa, vamos a ver de qué pasta estás hecha.

Lenobia se inclinó hacia delante, apretó las rodillas, la golpeó con los talones y emitió un fuerte ruido con los labios mientras le azotaba sus enormes nalgas con los extremos de las riendas.

Bonnie echó a correr como si se creyera un cuarto de milla al que acababan de abrir el cajón de salida.

—¡Ja! —gritó Lenobia—. ¡Eso es! ¡Vamos!

Los enormes cascos de Bonnie entraron en la zona verde. Lenobia podía sentir el poderoso latido del corazón de la yegua. El aire cálido de la noche hacía ondear su melena, y la profesora de equitación se inclinó aún más hacia delante, animando a Bonnie a dejarse llevar, a darlo todo.

La yegua respondió aumentando bruscamente la velocidad, algo que no parecía posible para una criatura que pesaba casi una tonelada.

Mientras el viento silbaba a su alrededor, agitando la larga cabellera plateada de Lenobia al mismo tiempo que las crines del percherón, creando una mágica danza en la que se fundían el caballo y el jinete, Lenobia pensó en el antiguo dicho persa: «El aliento del cielo ha de buscarse entre las orejas de un caballo».

—¡Así me gusta! ¡Sí, señora! —chilló Lenobia aferrándose al lomo de la yegua.

El cuerpo de Lenobia se movía libremente, lleno de júbilo, como si ella y Bonnie fueran solo una. No se dio cuenta de que había estado riéndose en voz alta hasta que llegaron a su destino y obligó a la yegua a girar sobre sí misma hasta que finalmente se detuvo, resoplando y cubierta de sudor, junto a Travis y su banco.

—¡Es magnífica! —exclamó Lenobia entre risas inclinándose para abrazar el cuello húmedo de Bonnie.

—Sí. Ya le dije que se sentiría mejor después de montarla —dijo Travis agarrando las bridas de Bonnie y contagiándose de la risa de Lenobia.

—¡Es imposible no sentirse mejor! ¡Ha sido divertidísimo!

—¿Como cabalgar sobre una montaña?

—Exactamente. Como cabalgar sobre una hermosa, inteligente y maravillosa montaña. —Lenobia abrazó de nuevo a Bonnie—. ¿Sabes qué? Que realmente te mereces todas esas galletas —le dijo a la yegua.

Travis se limitó a reír.

En ese momento Lenobia pasó la pierna por encima de la silla para bajar de Bonnie, pero el suelo estaba mucho más lejos de lo que había calculado y se tambaleó. De no ser porque Travis la cogió con fuerza por el codo, se habría caído.

—Cuidado… Con calma, chica —murmuró como si hablara con una potrilla asustada—. El suelo está muy lejos. Si no vas cuidado, podrías hacerte mucho daño.

Sintiendo todavía la adrenalina de la carrera con la yegua, Lenobia se rio.

—¡No me importa! Hubiera valido la pena después de una carrera como esta. ¡Por una carrera así, todo merece la pena!

—Como por algunas chicas… —dijo Travis.

Lenobia levantó la vista y miró al espigado vaquero. Sus ojos se habían aclarado tanto que ya no eran de color avellana. Presentaban unas características motas verde oliva que iluminaban su mirada y que le resultaban inequívocamente familiares.

Lenobia no pensó sino que, dejándose llevar por el instinto, se acercó a él para que la abrazara. Aparentemente, Travis también había dejado de pensar, porque soltó las riendas de Bonnie y rodeó a Lenobia con sus brazos atrayéndola hacia sí. Sus labios se encontraron con una especie de desesperación, en parte pasión y en parte pregunta.

Lenobia podría haber parado, pero no lo hizo. Permitió que sucediera. No, hizo mucho más que eso. Respondió a la pasión de él con la suya propia y respondió a su pregunta con deseo y necesidad.

El beso duró lo suficiente como para que Lenobia reconociera su sabor, y para que se reconociera a sí misma que lo había echado de menos, desesperadamente.

Y entonces empezó a pensar de nuevo.

Solo tuvo que empujarlo ligeramente para que él dejara que se desembarazara de su abrazo.

Lenobia sentía que su cuello daba cabezadas hacia delante y hacia atrás y su corazón latía a toda velocidad.

—No —dijo intentando mantener la respiración bajo control—. No puede ser. No puedo hacerlo.

Sus hermosos ojos con manchas verde oliva la miraron desconcertados.

—Lenobia, cariño. Hablémoslo. Hay algo entre nosotros que no podemos ignorar. Es como si…

—¡No! —Lenobia hizo uso del férreo control al que llevaba siglos recurriendo, enmascarando su deseo, sus necesidades y su miedo con rabia y frialdad—. No supongas cosas que no son. Los humanos se sienten atraídos por los de nuestra especie. Lo que has sentido es lo que habría sentido cualquier hombre si yo me hubiera dignado a besarlo —dijo obligándose a sí misma a reírse—. Y esa es precisamente la razón por la que no acostumbro a besar humanos. No volverá a suceder.

Sin mirar a Travis o a Bonnie, Lenobia se alejó a grandes zancadas. Estaba de espaldas a ellos, de manera que no pudieron ver cómo se tapaba la boca para no dejar escapar un sollozo. Entonces abrió la puerta de las caballerizas con tal fuerza que golpeó el edificio de piedra. Aún así, no se detuvo. Se fue directa a la habitación que tenía encima de la cuadra y, una vez dentro, cerró la puerta con llave.

Entonces, y solo entonces, Lenobia se permitió romper a llorar.