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Aurox

La carne de macho humano era blanda, pulposa.

Ha sido una sorpresa lo fácil que me ha resultado destruirlo, detener el latido de su débil corazón.

—Llévame al norte de Tulsa. Quiero salir a dar un paseo —dijo ella. Con aquella orden, ambos daban comienzo a su noche.

—Sí, Diosa —respondió él de inmediato, surgiendo de la esquina de la terraza superior que había hecho suya.

—No me llames Diosa. Llámame… —dijo adoptando una expresión pensativa— sacerdotisa. —Sus carnosos labios, lisos y rojos, esbozaron una sonrisa—. Creo que sería mejor que todo el mundo me llamara simplemente sacerdotisa. Al menos durante un tiempo.

Aurox se había puesto el puño cerrado sobre el pecho en un gesto que supo instintivamente que era antiguo, aunque de en cierto modo resultaba torpe y forzado.

—Sí, sacerdotisa.

La sacerdotisa pasó junto a él dándole un ligero empujón e indicándole con un gesto apremiante que la siguiera.

Y él la siguió.

Había sido creado para seguir. Para acatar sus órdenes. Para obedecer sus mandatos.

Habían entrado en algo que la sacerdotisa había llamado «coche» y todo lo que los rodeaba había empezado a moverse a una velocidad vertiginosa. Entonces la sacerdotisa le había ordenado que aprendiera su funcionamiento.

Él la había observado y había aprendido, tal y como ella le había mandado.

Entonces se detuvieron y abandonaron el coche.

La calle olía a muerte y a descomposición, a podredumbre y a suciedad.

—Sacerdotisa, este lugar no es…

—¡Tu deber es protegerme! —le espetó—. Pero no de mí misma. Iré siempre a donde quiera cuando yo quiera, y haré exactamente lo que me plazca. Tu trabajo, mejor dicho, tu propósito, es derrotar a mis enemigos. Y mi destino es granjeármelos. Observa. Reacciona cuando te ordene que me protejas. Eso es todo lo que se espera de ti.

—Sí, sacerdotisa —dijo él.

El mundo moderno era un lugar confuso. Demasiados sonidos alternándose. Demasiadas cosas que no sabía. Haría lo que la sacerdotisa le ordenaba. Cumpliría con la razón de su existencia y…

De repente había aparecido un macho, cortándole el paso a la sacerdotisa.

—Eres demasiado guapa para estar en este callejón a estas horas de la noche con un chaval como única compañía. —Acto seguido abrió mucho los ojos al ver los tatuajes de la sacerdotisa—. ¡Vaya! ¡Con que una vampira! ¿Qué? ¿Te habías parado un ratito para darle uno mordisquito al chaval? ¿Qué te parece si me das el bolso y después tú y yo tenemos una charla sobre cómo es estar con un hombre de verdad?

La sacerdotisa suspiró y respondió con tono aburrido:

—Te equivocas en dos cosas: no soy una simple vampira y este no es un chaval.

—¡Eh! ¿Qué quieres decir con eso?

La sacerdotisa ignoró al hombre y miró por encima de su hombro hacia Aurox.

—Ahora deberías protegerme. Muéstrame qué tipo de arma tengo a mi merced.

Aurox obedeció de inmediato, de forma insconsciente. Se aproximó al individuo sin dudar y, con un movimiento raudo, introdujo los pulgares en sus ojos desorbitados, provocando una cascada de gritos.

El terror del hombre lo recorrió de arriba abajo, alimentándolo. Con la misma facilidad que inspiraba una bocanada de aire, Aurox inhaló el dolor que estaba causando. La energía del terror de aquel hombre se infló en su interior, bombeando frío y calor. Aurox sintió que las manos se le endurecían, cambiaban, aumentaban. Lo que habían sido unos dedos normales se transformaron en garras. Luego, cuando la sangre le empezó a brotar de los oídos, le sacó sus nuevos apéndices de los ojos. Con el poder que le proporcionaban el dolor y el miedo, Aurox levantó por los aires a aquel tipo y lo estampó contra la pared del edificio más cercano.

El hombre gritó de nuevo.

¡Qué sensación tan terriblemente maravillosa! Aurox sintió que la transformación seguía apoderándose de su cuerpo. Sus simples pies humanos se volvieron pezuñas hendidas. Los músculos de las piernas se fortalecieron. El pecho se le hinchó haciendo estallar la camisa que llevaba puesta y, lo más maravilloso de todo fue que Aurox sintió como unos espesos cuernos mortíferos le brotaban de la cabeza.

Para cuando los tres amigos del hombre entraron corriendo en el callejón para ayudarlo, este había dejado de gritar.

Aurox lo dejó caer el suelo y se dio la vuelta para situarse entre la sacerdotisa y aquellos que creían que podían hacerle algún daño.

—¿Pero qué coño…? —exclamó el primero de ellos deteniéndose de golpe.

—Jamás había visto nada igual —dijo el segundo.

Aurox estaba ya absorbiendo el miedo que empezaba a emanar de ellos. Su piel palpitaba con su frío fuego.

—¿Eso son cuernos? ¡Mierda! ¡Yo me largo de aquí! —El tercer hombre se dio media vuelta y desapareció corriendo por donde había venido mientras los otros dos empezaban a retroceder lentamente, observándolo todo con ojos desorbitados.

Aurox miró a la sacerdotisa.

—¿Cuáles son tus órdenes? —En algún recóndito lugar de su mente se maravilló del sonido de su propia voz, de lo gutural y bestial que se había vuelto.

—Su dolor te hace más fuerte. —La sacerdotisa parecía complacida—. Y diferente. Más fiero. —En ese momento miró a los dos hombres que retrocedían y su carnoso labio superior se alzó con una mueca de desprecio—. Qué interesante, ¿no? ¡Mátalos!

Aurox se movió con tal velocidad que el que se encontraba más cerca no tuvo oportunidad de escapar. Le asestó una cornada en el pecho y lo levantó de tal manera que este se retorció con un grito de dolor mientras se hacía sus necesidades encima.

Aquello aumentó aún más las fuerzas de Aurox.

Con una poderosa sacudida de su cabeza, lo lanzó contra el edificio haciendo que cayera desplomado junto al primero de ellos sin emitir ningún sonido.

El otro hombre no salió corriendo. En vez de eso, sacó un largo y letal cuchillo y arremetió contra Aurox.

Este lo esquivó y, cuando el hombre intentó recuperar la posición, le asentó una coz con una de sus pezuñas y le arrancó la cara mientras caía hacia atrás.

Respirando con dificultad, Aurox se colocó frente a los cadáveres de sus enemigos derrotados y se giró hacia la sacerdotisa.

—Muy bien —dijo ella con su imperturbable tono de voz—. Y ahora, marchémonos de aquí antes de que se presente la policía.

Aurox la siguió, caminando pesadamente y haciendo surcos con sus pezuñas en el sucio callejón. Mientras se alejaban se golpeó con las garras en el costado intentando encontrar un sentido a la tormenta emocional que fluía por su cuerpo, llevándose consigo la fuerza que le había servido como combustible en el fragor de la batalla.

Débil. Se sentía débil. Pero había algo más.

—¿Qué pasa? —le espetó ella cuando vaciló antes de entrar de nuevo en el coche.

Este sacudió la cabeza.

—No lo sé. Me siento…

Ella soltó una carcajada.

—Tú no sientes absolutamente nada. Es evidente que le estás dando demasiadas vueltas a esto. Mi cuchillo no siente. Mi pistola no siente. Tú eres mi arma. Matas. Ya va siendo hora de que te hagas a la idea.

—Sí, sacerdotisa. —Aurox se subió al coche y dejó que todo lo que lo rodeaba volviera a pasar a toda velocidad ante sus ojos. Yo no pienso. No siento. Soy un arma.

Aurox

—¿Qué haces ahí, mirándome? —le preguntó la sacerdotisa, observándolo fijamente con su ojos de hielo verde.

—Esperando tus órdenes, sacerdotisa —dijo de forma automática, preguntándose qué había hecho para disgustarla de ese modo. Acababan de regresar a su guarida en lo alto del imponente edificio Mayo de Tulsa. Aurox se había dirigido a la terraza y se había quedado allí quieto, en silencio, mirando a la sacerdotisa.

Ella exhaló un largo suspiro.

—En este momento no tengo órdenes para ti. ¿Y por qué tienes que quedarte siempre mirándome de ese modo?

Aurox desvió la mirada y se concentró en las luces de la ciudad y en cómo brillaban atrayentemente en comparación con el cielo nocturno.

—Espero órdenes tuyas, sacerdotisa —repitió.

—¡Por todos los dioses! ¿Quién me iba a decir que el recipiente que yo misma he creado fuera a resultar tan estúpido como hermoso?

Aurox percibió el cambio en el aire antes de que la Oscuridad se materializara a partir del humo, las sombras y la noche.

Estúpido, hermoso y mortal…

La voz resonó en su cabeza. El enorme toro blanco tomó forma delante de él. Su aliento era fétido, y sin embargo dulce. Tenía una mirada espantosa y maravillosa al mismo tiempo. Era a la vez misterio, magia y mutilación.

Aurox se dejó caer de rodillas frente a la criatura.

—Levántate y vuelve donde estabas… —dijo ella con un ademán de desprecio en dirección a las sombras que rodeaban las zonas más recónditas de la terraza.

No. Prefiero que se quede. Disfruto observando mis creaciones.

Aurox no supo qué decir. Aquella criatura controlaba su atención, pero la sacerdotisa gobernaba su cuerpo.

—¿Creaciones? —La sacerdotisa puso un énfasis especial en la última parte de la palabra mientras se movía lánguidamente hacia el enorme toro—. ¿Haces muchos regalos de estos a tus seguidores?

La risa del toro era aterradora, pero Aurox se dio cuenta de que la sacerdotisa ni se inmutaba, más bien al contrario, conforme hablaba parecía acercarse cada vez más a la criatura.

¡Qué interesante! ¡Me estás cuestionando! ¿Estás celosa, desalmada mía?

La sacerdotisa acarició el cuerno del toro.

—¿Tengo motivos para estarlo?

El toro la acarició con el hocico. En el momento en que su morro entró en contacto con la sacerdotisa, la seda de su túnica se marchitó, poniendo de manifiesto la suave y desnuda carne que se ocultaba debajo.

Dime, ¿cuál crees que es la finalidad del regalo que te he hecho? —dijo el toro, respondiendo a la pregunta de la sacerdotisa con una nueva pregunta.

La sacerdotisa parpadeó y sacudió la cabeza, como si estuviera confundida. Entonces su mirada se topó con Aurox, que seguía de rodillas.

—Su finalidad es protegerme, mi señor, y estoy dispuesta a hacer lo que me pidáis para mostraros mi gratitud.

Aceptaré con gusto tu generosa oferta, pero he de decirte que Aurox no es simplemente un arma de protección. Aurox tiene un objetivo, y es el de sembrar el caos.

La sacerdotisa inspiró profundamente, estupefacta. Parpadeó con rapidez, y luego desvió la mirada hacia él para, finalmente, volverla de nuevo hacia el toro.

—¿De veras? —preguntó con voz queda, reverencial—. ¿Puedo sembrar el caos a través de esta criatura?

Los blancos ojos del toro se asemejaban a una debilitada y tenue luna cuando está punto de salir el sol.

De veras. Es cierto que es una única criatura, pero posee un enorme poder. Posee la habilidad de dejar una estela de destrucción a su paso. Es el Recipiente, la manifestación de tus deseos más profundos y, ¿acaso no sueñas con el caos más absoluto?

—¡Oh, sí! —respondió la sacerdotisa en un tono de voz casi inaudible. A continuación recostó la cabeza sobre el cuello del toro y comenzó a acariciarle el lomo.

¿Y qué piensas hacer con el caos ahora que lo tienes a tu merced? ¿Destruirás las ciudades de los humanos y gobernarás como reina de los vampiros?

La vampira esbozó una hermosa y terrorífica sonrisa.

—Reina no, Diosa.

¿Diosa? Pero ya hay una Diosa de los Vampiros. Lo sabes de sobra. Solías estar a su servicio.

—¿Te refieres a Nyx? ¿La Diosa que permite que sus secuaces elijan libremente y actúen según su voluntad? ¿La Diosa que nunca intercede porque cree firmemente en el mito del libre albedrío?

A Aurox le pareció percibir una sonrisa en la voz de la bestia y se preguntó cómo era posible.

Así es, me refiero a Nyx, Diosa de los Vampiros y de la Noche. ¿Utilizarás el caos para desafiarla?

—No, lo utilizaré para derrotarla. ¿Qué pasaría si el caos pusiera en peligro el tejido fundamental del mundo? ¿Acaso no intervendría Nyx y se saltaría sus propias normas para salvar a sus hijos? Y, al hacerlo, ¿no rescindiría el edicto que garantiza a los humanos el libre albedrío, traicionándose a sí misma? ¿Qué sucedería a su divino reino si Nyx altera lo que el destino ha dictado?

No sabría decirte. No ha sucedido jamás. El toro bufó como si aquello lo divirtiera. Pero es una pregunta sorprendentemente interesante, y ya sabes lo mucho que me agradan las sorpresas.

—Solo espero poder seguir sorprendiéndoos una y otra vez, mi señor.

Realmente, el mundo es tan pequeño…, dijo el toro.

Aurox permaneció de rodillas en la azotea durante un buen rato después de que la sacerdotisa y el toro se hubieran marchado, dejándolo allí, abandonado y olvidado. Se quedó donde lo habían dejado, con la mirada puesta en el cielo.